Detesto los infantes triunfantes
de gemidos y lágrimas de cocodrilo
pataletas y caras de póquer
al sentirse semidioses en el seno algodonado
del consentimiento ciego y paternal.
Malcriados, despechados y manipuladores
con zapatillas de mil colores
lanzando al aire sin contemplaciones
las monedas ganadas con sacrificio
que pagan su repulsiva pubertad
sus nauseabundos y lujosos caprichos
con el hastío de despertar por la mañana sin esfuerzo de pedir,
lo que les sobra sin merecer.
Pero si mas desprecio aun que a éstos
desprecio a sus repelentes antecesores
por criarlos entre tules, mimos y favores
protegidos del trauma que supone para ellos, llegar a ser mayores.
Mayor me siento yo, mientras observo con tristeza
que empieza a rodearme a cada paso la pobreza
y recuerdo a las historias de la infancia de mi abuela
donde daban gracias por comer naranjas y boniatos
escondidos entre bombardeos, clamando al cielo seguir vivos
para llegar a ser lo que fueron, y enseñarme con orgullo lo que soy
Y lo que nunca quise ser.
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